Este blog nace con la necesidad de colgar el trabajo final del curso El cine, un recurso didáctico del Aula Virtual de Formación del Profesorado de EducaMadrid. Este es un blog con un fin didáctico. Se trata de desarrollar una serie de recursos didácticos que permitan analizar y comparar un texto literario narrativo con su análogo cinematográfico. Para ello se proponen una serie de actividades a partir de las dos versiones de la misma obra, en este caso La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín. Estas actividades se dirigen a alumnos de 4º ESO y 2º BACH en particular y, en general, a cualquier persona interesada en estos menesteres. Por lo tanto, el autor de las actividades autoriza y agradece su uso a todo docente interesado/a en su uso.

Todos los fragmentos de la novela están extraídos de la edición digital de la Biblioteca Virtual Cervantes, basada en la edición de Madrid, Librería de Fernando Fé, 1900.



http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12473959873481628265679/index.htm


Todas las secuencias están extraídas de la serie de Televisión Española La Regenta, adaptada y dirigida por Méndez-Leite en 1995.



http://www.rtve.es/television/la-regenta/

El triunfo de don Álvaro Mesía.

Después de la caída del Magistral, Mesía, gracias al deseo de venganza de la criada Petra y a sus artes donjuanescas, consigue su objetivo:


Al día siguiente, 27 de Diciembre, don Víctor y Frígilis debían tomar el tren de Roca-Tajada a las ocho cincuenta para estar en las Marismas de Palomares a las nueve y media próximamente. Algo tarde era para comenzar la persecución de los patos y alcaravanes, pero no había de establecer la empresa un tren especial para los cazadores. Así que se madrugaba menos que otros años. Quintanar preparaba su reloj despertador de suerte que le llamase con un estrépito horrísono a las ocho en punto. En un decir Jesús se vestía, se lavaba, salía al parque donde solía esperar dos o tres minutos a Frígilis, si no le encontraba ya allí, y en esto y en el viaje a la estación se empleaba el tiempo necesario para llegar algunos minutos antes de la salida del tren mixto.
De un sueño dulce y profundo, poco frecuente en él, despertó Quintanar aquella mañana con más susto que solía, aturdido por el estridente repique de aquel estertor metálico, rápido y descompasado. Venció con gran trabajo la pereza, bostezó muchas veces, y al decidirse a saltar del lecho no lo hizo sin que el cuerpo encogido protestara del madrugón importuno. El sueño y la pereza le decían que parecía más temprano que otros días, que el despertador mentía como un deslenguado, que no debía de ser ni con mucho la hora que la esfera rezaba. No hizo caso de tales sofismas el cazador, y sin dejar de abrir la boca y estirar los brazos se dirigió al lavabo y de buenas a primeras zambulló la cabeza en agua fría. Así contestaba don Víctor a las sugestiones de la mísera carne que pretendía volverse a las ociosas plumas.
Cuando ya tenía las ideas más despejadas, reconoció imparcialmente que la pereza aquella mañana no se quejaba de vicio. «Debía de ser en efecto bastante más temprano de lo que decía el reloj. Sin embargo, él estaba seguro de que el despertador no adelantaba y de que por su propia mano le había dado cuerda y puéstole en la hora la mañana anterior. Y con todo, debía de ser más temprano de lo que allí decía; no podían ser las ocho, ni siquiera las siete, se lo decía el sueño que volvía, a pesar de las abluciones, y con más autoridad se lo decía la escasa luz del día». «El orto del sol hoy debe de ser a las siete y veinte, minuto arriba o abajo; pues bien, el sol no ha salido todavía, es indudable; cierto que la niebla espesísima y las nubes cenicientas y pesadas que cubren el cielo hacen la mañana muy obscura, pero no importa, el sol no ha salido todavía, es demasiada obscuridad esta, no deben de ser ni siquiera las siete». No podía consultar el reloj de bolsillo, porque el día anterior al darle cuerda le había encontrado roto el muelle real.
«Lo mejor será llamar».
Salió a los pasillos en zapatillas.
-¡Petra! ¡Petra! -dijo, queriendo dar voces sin hacer ruido.
-Petra, Petra... ¡Qué diablos! cómo ha de contestar si ya no está en casa... la pícara costumbre, el hombre es un animal de costumbres.
Suspiró don Víctor. Se alegraba en el alma de verse libre de aquel testigo y semi-víctima de sus flaquezas; pero, así y todo, al recordar ahora que en vano gritaba «¡Petra!», sentía una extraña y poética melancolía. «¡Cosas del corazón humano!».
-¡Servanda! ¡Servanda! ¡Anselmo! ¡Anselmo!
Nadie respondía.
-No hay duda, es muy temprano. No es hora de levantarse los criados siquiera. ¿Pero entonces? ¿Quién me ha adelantado el reloj?... ¡Dos relojes echados a perder en dos días!... Cuando entra la desgracia por una casa...
Don Víctor volvió a dudar. ¿No podían haberse dormido los criados? ¿No podía aquella escasez de luz originarse de la densidad de las nubes? ¿Por qué desconfiar del reloj si nadie había podido tocar en él? ¿Y quién iba a tener interés en adelantarle? ¿Quién iba a permitirse semejante broma? Quintanar pasó a la convicción contraria; se le antojó que bien podían ser las ocho, se vistió deprisa, cogió el frasco del anís, bebió un trago según acostumbraba cuando salía de caza aquel enemigo mortal del chocolate, y echándose al hombro el saco de las provisiones, repleto de ricos fiambres, bajó a la huerta por la escalera del corredor pisando de puntillas, como siempre, por no turbar el silencio de la casa. «Pero a los criados ya los compondría él a la vuelta. ¡Perezosos! Ahora no había tiempo para nada... Frígilis debía de estar ya en el Parque esperándole impaciente...».
-Pues señor, si en efecto son las ocho no he visto día más obscuro en mi vida. Y sin embargo, la niebla no es muy densa... no... ni el cielo está muy cargado... No lo entiendo.
Llegó Quintanar al cenador que era el lugar de cita... ¡Cosa más rara! Frígilis no estaba allí. ¿Andaría por el parque?... Se echó la escopeta al hombro, y salió de la glorieta.
En aquel momento el reloj de la catedral, como si bostezara dio tres campanadas.
Don Víctor se detuvo pensativo, apoyó la culata de su escopeta en la arena húmeda del sendero y exclamó:
-¡Me lo han adelantado! ¿Pero quién? ¿Son las ocho menos cuarto o las siete menos cuarto? ¡Esta obscuridad!...
Sin saber por qué sintió una angustia extraña, «también él tenía nervios, por lo visto». Sin comprender la causa, le preocupaba y le molestaba mucho aquella incertidumbre. «¿Qué incertidumbre? Estaba antes obcecado; aquella luz no podía ser la de las ocho, eran las siete menos cuarto, aquello era el crepúsculo matutino, ahora estaba seguro... Pero entonces ¿quién le había adelantado el despertador más de una hora? ¿Quién y para qué? Y sobre todo, ¿por qué este accidente sin importancia le llegaba tan adentro? ¿qué presentía? ¿por qué creía que iba a ponerse malo?...».
Había echado a andar otra vez; iba en dirección a la casa, que se veía entre las ramas deshojadas de los árboles, apiñados por aquella parte. Oyó un ruido que le pareció el de un balcón que abrían con cautela; dio dos pasos más entre los troncos que le impedían saber qué era aquello, y al fin vio que cerraban un balcón de su casa y que un hombre que parecía muy largo se descolgaba, sujeto a las barras y buscando con los pies la reja de una ventana del piso bajo para apoyarse en ella y después saltar sobre un montón de tierra.
«El balcón era el de Anita».
El hombre se embozó en una capa de vueltas de grana y esquivando la arena de los senderos, saltando de uno a otro cuadro de flores, y corriendo después sobre el césped a brincos, llegó a la muralla, a la esquina que daba a la calleja de Traslacerca; de un salto se puso sobre una pipa medio podrida que estaba allá arrinconada, y haciendo escala de unos restos de palos de espaldar clavados entre la piedra, llegó, gracias a unas piernas muy largas, a verse a caballo sobre el muro.
Don Víctor le había seguido de lejos, entre los árboles; había levantado el gatillo de la escopeta sin pensar en ello, por instinto, como en la caza, pero no había apuntado al fugitivo. «Antes quería conocerle». No se contentaba con adivinarle.
A pesar de la escasa luz del crepúsculo, cuando aquel hombre estuvo a caballo en la tapia, el dueño del parque ya no pudo dudar.
«¡Es Álvaro!» pensó don Víctor, y se echó el arma a la cara.
Mesía estaba quieto, mirando hacia la calleja, inclinado el rostro, atento sólo a buscar las piedras y resquicios que le servían de estribos en aquel descendimiento.
«¡Es Álvaro!» pensó otra vez don Víctor, que tenía la cabeza de su amigo al extremo del cañón de la escopeta.
«Él estaba entre árboles; aunque el otro mirase hacia el parque no le vería. Podía esperar, podía reflexionar, tiempo había, era tiro seguro; cuando el otro se moviera para descolgarse... entonces».
«Pero tardaba años, tardaba siglos. Así no se podía vivir, con aquel cañón que pesaba quintales, mundos de plomo y aquel frío que comía el cuerpo y el alma no se podía vivir... Mejor suerte hubiera sido estar al otro extremo del cañón, allí sobre la tapia... Sí, sí; él hubiera cambiado de sitio. Y eso que el otro iba a morir».
«Era Álvaro, ¡y no iba a durar un minuto! ¿Caería en el parque o a la calleja?...».
No cayó; descendió sin prisa del lado de Traslacerca, tranquilo, acostumbrado a tal escalo, conocido ya de las piedras del muro. Don Víctor le vio desaparecer sin dejar la puntería y sin osar mover el dedo que apoyaba en el gatillo; ya estaba Mesía en la calleja y su amigo seguía apuntando al cielo.
-¡Miserable! ¡debí matarle! -gritó don Víctor cuando ya no era tiempo; y como si le remordiera la conciencia, corrió a la puerta del parque, la abrió, salió a la calleja y corrió hacia la esquina de la tapia por donde había saltado su enemigo. No se veía a nadie. Quintanar se acercó a la pared y vio en sus piedras y resquicios la escalera de su deshonra.
«Sí, ahora lo veía perfectamente; ahora no veía más que eso; ¡y cuántas veces había pasado por allí sin sospechar que por aquella tapia se subía a la alcoba de la Regenta!. Volvió al parque; reconoció la pared por aquel lado. La pipa medio podrida arrimada al muro, como al descuido, los palos del espaldar roto formaban otra escala; aquella la veía todos los días veinte veces y hasta ahora no había reparado lo que era: ¡una escala! Aquello le parecía símbolo de su vida: bien claras estaban en ella las señales de su deshonra, los pasos de la traición; aquella amistad fingida, aquel sufrirle comedias y confidencias, aquel malquistarle con el señor Magistral... todo aquello era otra escala y él no la había visto nunca, y ahora no veía otra cosa».
«¿Y Ana? ¡Ana! Aquella estaba allí, en casa, en el lecho; la tenía en sus manos, podía matarla, debía matarla. Ya que al otro le había perdonado la vida... por horas, nada más que por horas, ¿por qué no empezaba por ella? Sí, sí, ya iba, ya iba; estaba resuelto, era claro, había que matar, ¿quién lo dudaba? pero antes... antes quería meditar, necesitaba calcular... sí, las consecuencias del delito... porque al fin era delito...». «Ellos eran unos infames, habían engañado al esposo, al amigo... pero él iba a ser un asesino, digno de disculpa, todo lo que se quiera, pero asesino».
Se sentó en un banco de piedra. Pero se levantó en seguida: el frío del asiento le había llegado a los huesos; y sentía una extraña pereza su cuerpo, un egoísmo material que le pareció a don Víctor indigno de él y de las circunstancias. Tenía mucho frío y mucho sueño; sin querer, pensaba en esto con claridad, mientras las ideas que se referían a su desgracia, a su deshonra, a su vergüenza, se mostraban reacias, huían, se confundían y se negaban a ordenarse en forma de raciocinio.
Entró en el cenador y se sentó en una mecedora. Desde allí se veía el balcón de donde había saltado don Álvaro.
El reloj de la catedral dio las siete.
Aquellas campanadas fijaron en la cabeza aturdida de Quintanar la triste realidad... «Le habían adelantado el reloj. ¿Quién? Petra, sin duda Petra. Había sido una venganza. ¡Oh! una venganza bien cumplida. Ahora le parecía absurdo haber tomado la poca luz del alba por día nublado. Y si Petra no hubiera adelantado el reloj o si él no lo hubiese creído, tal vez ignoraría toda la vida la desgracia horrible... aquella desgracia que había acabado con la felicidad para siempre. La pereza de ser desgraciado, de padecer, unida a la pereza del cuerpo que pedía a gritos colchones y sábanas calientes, entumecían el ánimo de don Víctor que no quería moverse, ni sentir, ni pensar, ni vivir siquiera. La actividad le horrorizaba... ¡Oh, qué bien si se parase el tiempo! Pero no, no se paraba; corría, le arrastraba consigo; le gritaba: muévete; haz algo, tu deber; aquí de tus promesas, mata, quema, vocifera, anuncia al mundo tu venganza, despídete de la tranquilidad para siempre, busca energía en el fondo del sueño, de los bostezos arranca los apóstrofes del honor ultrajado, representa tu papel, ahora te toca a ti, ahora no es Perales quien trabaja, eres tú, no es Calderón quien inventa casos de honor, es la vida, es tu pícara suerte, es el mundo miserable que te parecía tan alegre, hecho para divertirse y recitar versos... Anda, anda, corre, sube, mata a la dama, después desafía al galán y mátale también... no hay otro camino. ¡Y a todo esto sin poder menear pie ni mano, muerto de sueño, aborreciendo la vigilia que presentaba tales miserias, tanta desgracia, que iba a durar ya siempre!».
«Pero había llegado la suya. Aquel era su drama de capa y espada. Los había en el mundo también. ¡Pero qué feos eran, qué horrorosos! ¿Cómo podía ser que tanto deleitasen aquellas traiciones, aquellas muertes, aquellos rencores en verso y en el teatro? ¡Qué malo era el hombre! ¿Por qué recrearse en aquellas tristezas cuando eran ajenas, si tanto dolían cuando eran propias? ¡Y él, el miserable, hombre indigno, cobarde, estaba filosofando y su honor sin vengar todavía!... ¡Había que empezar, volaba el tiempo!... ¡Otro tormento! ¡el orden de la función, el orden de la trama! ¿Por dónde iba a empezar, qué iba a decir; qué iba a hacer, cómo la mataba a ella, cómo le buscaba a él?».
El reloj de la catedral dio las siete y media.
De un brinco se puso Quintanar en pie.
-¡Media hora! media hora en un minuto; y no he oído el cuarto...
Y Frígilis va a llegar... y yo no he resuelto...
Don Víctor tuvo conciencia clara de que su voluntad estaba inerte, no podía resolver. Se despreció profundamente, pero más profundo que el desprecio fue el consuelo que sintió al comprender que no tenía valor para matar a nadie, así, tan de repente.
-O subo y la mato ahora mismo, antes que llegue Tomás, o ya no la mato hoy...
Volvió a caer sentado en la mecedora, y aliviada su angustia con la laxitud del ánimo, que ya no luchaba con la impotencia de la voluntad, recobró parte de su vigor el sentimiento, y el dolor de la traición le pinchó por la vez primera con fuerza bastante para arrancarle lágrimas.
Lloró como un anciano, y pensó en que ya lo era. Jamás se le había ocurrido tal idea. Su temperamento le engañaba, fingiendo una juventud sin fin; la desgracia al herirle de repente le desteñía, como un chubasco, todas las canas del espíritu.
«Ay, sí, era un pobre viejo; un pobre viejo, y le engañaban, se burlaban de él. Llegaba la edad en que iba a necesitar una compañera, como un báculo... y el báculo se le rompía en las manos, la compañera le hacía traición, iba a estar solo... solo; le abandonaban la mujer y el amigo...».
El dolor, la lástima de sí mismo, trajeron a su pensamiento ideas más naturales y oportunas que las que despertara, entre fantasmas de fiebre y de insomnio, la indignación contrahecha por las lecturas románticas y combatida por la pereza, el egoísmo y la flaqueza del carácter.
No sentía celos, no sentía en aquel momento la vergüenza de la deshonra, no pensaba ya en el mundo, en el ridículo que sobre él caería; pensaba en la traición, sentía el engaño de aquella Ana a quien había dado su honor, su vida, todo. ¡Ay, ahora veía que su cariño era más hondo de lo que él mismo creyera; queríala más ahora que nunca, pero claramente sentía que no era aquel amor de amante, amor de esposo enamorado, sino como de amigo tierno, y de padre... sí, de padre dulce, indulgente y deseoso de cuidados y atenciones!
«¡Matarla! -eso se decía pronto- ¡pero matarla!... Bah, bah... los cómicos matan en seguida, los poetas también, porque no matan de veras... pero una persona honrada, un cristiano no mata así, de repente, sin morirse él de dolor, a las personas a quien vive unido con todos los lazos del cariño, de la costumbre... Su Ana era como su hija... Y él sentía su deshonra como la siente un padre, quería castigar, quería vengarse, pero matar era mucho. No, no tendría valor ni hoy ni mañana, ni nunca, ¿para qué engañarse a sí mismo? Mata el que se ciega, el que aborrece, él no estaba ciego, no aborrecía, estaba triste hasta la muerte, ahogándose entre lágrimas heladas; sentía la herida, comprendía todo lo ingrata que era ella, pero no la aborrecía, no quería, no podría matarla. Al otro sí; Álvaro tenía que morir; pero frente a frente, en duelo, no de un tiro, no; con una espada lo mataría, aquello era más noble, más digno de él. Frígilis tenía que encargarse de todo. Pero ¿cuándo? ¿ahora? ¿en cuanto llegase? No... tampoco se atrevía a decírselo así, de repente. Después de hablar con alma humana de tan vergonzoso descubrimiento, ya no había modo de volverse atrás, esto es, de cambiar de resolución, de aplazar ni modificar la venganza. En cuanto alguien lo supiera había que proceder de prisa, con violencia; lo exigía así el mundo, las ideas del honor; él era al fin un marido burlado... Y a ella habría que llevarla a un convento. Y él, se volvería a su tierra, si no le mataba Mesía; se escondería en La Almunia de don Godino».
Al llegar aquí se acordó el infeliz esposo que Ana, meses antes, le proponía un viaje a La Almunia. «¡Tal vez si él hubiera aceptado, se hubiese evitado aquella desgracia... irreparable! Sí, irreparable, ¿qué duda cabía?».
«¿Y Petra? ¡Maldita sea! Petra... ¡Es ella quien me hace tan desgraciado, quien me arroja en este pozo obscuro de tristeza, de donde ya no saldré aunque mate al mundo entero; aunque haga pedazos a Mesía y entierre viva a la pobre Ana!... ¡Ay, Ana también va a ser bien infeliz!».
La catedral dio ocho campanadas. «¡Las ocho! Ahora debía yo despertar... y no sabría nada».
Este pensamiento le avergonzó. En su cerebro estalló la palabra grosera con que el vulgo mal hablado nombra a los maridos que toleran su deshonra... y la ira volvió a encenderse en su pecho, sopló con fuerza y barrió el dolor tierno... «¡Venganza! ¡venganza! -se dijo- o soy un miserable, un ser digno de desprecio...».
Sintió pasos sobre la arena, levantó la cabeza y vio a su lado a Frígilis.
-¡Hola! parece que se ha madrugado -dijo Crespo, que gustaba de ser siempre el primero.
-Vamos, vamos -contestó don Víctor, volviendo a levantarse y después de colgar la escopeta del hombro.

Propuesta de actividades:

  1. ¿Qué planes tiene don Víctor para esa mañana del 27 de diciembre?
  2. Al levantarse y prepararse para salir nota algo extraño, ¿qué es?
  3. ¿Qué ve cuando está esperando a su amigo Frígilis? ¿Cómo reacciona?
  4. ¿Quién le ha tendido esa trampa?
  5. Comenta el uso del estilo directo e indirecto libre para reflejar los pensamientos del personaje.
  6. Analiza la figura de Quintanar como personaje calderoniano.
  7. ¿Cómo se siente Quintanar al conocer la traición de su esposa? ¿Qué siente hacia ella?
  8. ¿Qué decisión toma Quintanar?

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Una reflexión final.

Las actividades de este blog pueden considerarse un tipo de guía de lectura de la novela, pero teniendo en cuenta en todo momento las relaciones entre literatura y cine. Para ello he tratado de abarcar toda la obra analizando los pasajes que considero más significativos en cuanto al triángulo amoroso que se forma en torno a la Regenta, el Magistral y Mesía. No obstante, hay que decir que no le hago justicia a la novela porque se han dejado innumerables elementos sin analizar: algunos personajes tan significativos para la trama como la criada de los Quintanar, Petra, o el fiel amigo de don Víctor, Frígilis; o los numerosísimos personajes secundarios que representan a la sociedad de Vetusta y sus ambientes, los religiosos, el Casino o el pueblo llano. También se ha pasado por alto la lectura metaliteraria de la obra en lo que respecta al quijotismo de Quintanar y su dimensión como personaje del teatro barroco y, en fin, numerosísimos elementos diseminados a lo largo de tan rica y extensa novela, con más de quinientas páginas. No en vano, para gran parte de la crítica, la Regenta es la mejor novela en lengua castellana del siglo XIX. En todo caso el objetivo principal de este blog era estimular en los estudiantes el gusto por la lectura y por la literatura. Así sea.

Seguidores

Datos personales

Profesor de Lengua y Literatura en el IES Lope de Vega, Madrid.