Este blog nace con la necesidad de colgar el trabajo final del curso El cine, un recurso didáctico del Aula Virtual de Formación del Profesorado de EducaMadrid. Este es un blog con un fin didáctico. Se trata de desarrollar una serie de recursos didácticos que permitan analizar y comparar un texto literario narrativo con su análogo cinematográfico. Para ello se proponen una serie de actividades a partir de las dos versiones de la misma obra, en este caso La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín. Estas actividades se dirigen a alumnos de 4º ESO y 2º BACH en particular y, en general, a cualquier persona interesada en estos menesteres. Por lo tanto, el autor de las actividades autoriza y agradece su uso a todo docente interesado/a en su uso.

Todos los fragmentos de la novela están extraídos de la edición digital de la Biblioteca Virtual Cervantes, basada en la edición de Madrid, Librería de Fernando Fé, 1900.



http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12473959873481628265679/index.htm


Todas las secuencias están extraídas de la serie de Televisión Española La Regenta, adaptada y dirigida por Méndez-Leite en 1995.



http://www.rtve.es/television/la-regenta/

En el vivero. La caída del Magistral.

Tras una nueva recaída de Ana, don Víctor decide seguir el consejo del doctor Somoza y llevarla al Vivero, finca de unos amigos. Allí, la Regenta, mejorará, y su misticismo se irá debilitando. El Magistral, alertado, decide presentarse en el Vivero, donde comprueba que las relaciones entre Ana y Mesía han prosperado:

El Magistral tuvo que quedarse con Ripamilán, don Víctor, el gobernador, Benítez y otros señores graves. Benítez era joven, pero prefería hacer la digestión sentado y fumando un buen cigarro.
Don Víctor se acercó al médico, en el hueco de un balcón y De Pas pudo oír el diálogo que entablaron.
-¡Oh! no puede figurarse usted cuánto le debo.
-¿A mí, don Víctor?
-Sí a usted; Ana es otra. ¡Qué alegría, qué salud, qué apetito! Se acabaron las cavilaciones, la devoción exagerada, las aprensiones, los nervios... las locuras... como aquella de la procesión... Oh, cada vez que me acuerdo se me crispan los... pues nada, ya no hay nada de aquello. Ella misma está avergonzada de lo pasado. Se ha convencido de que la santidad ya no es cosa de este siglo. Este es el siglo de las luces, no es el siglo de los santos. ¿No opina usted lo mismo, señor Benítez?
-Sí señor -dijo el médico sonriendo y chupando su cigarro.
-¿De modo que usted opina que mi mujer está curada del todo?... ¿radicalmente?...
-Doña Ana, amigo mío, no estaba enferma; se lo he dicho a usted cien veces; lo que tenía se curaba sin más que cambiar de vida; pero no era enfermedad... por eso no puede decirse con exactitud que se ha curado... por lo demás... esa misma exaltación de la alegría, ese optimismo, ese olvido sistemático de sus antiguas aprensiones... no son más que el reverso de la misma medalla.
-¿Cómo? usted me asusta.
-Pues no hay por qué. Doña Ana es así; extremosa... viva... exaltada... necesita mucha actividad, algo que la estimule... necesita...
Benítez mascaba el cigarro y miraba a don Víctor, que abría mucho los ojos, con expresión misteriosa de lástima un poco burlesca.
-¿Qué necesita?
-Eso... un estímulo fuerte, algo que le ocupe la atención con... fuerza...; una actividad... grande... en fin, eso... que es extremosa por temperamento... Ayer era mística, estaba enamorada del cielo; ahora come bien, se pasea al aire libre entre árboles y flores... y tiene el amor de la vida alegre, de la naturaleza, la manía de la salud...
-Es verdad; no habla más que de la salud la pobrecita.
-¡Qué pobrecita! ¿Pobrecita por qué?
-¿Por qué? por esos extremos... por esos estímulos que necesita...
-¿Y eso qué importa? Su temperamento exige todo eso...
-¿De modo que usted cree que ayer era devota, exageradamente devota porque... tal vez había quien influía en su espíritu en cierto sentido?...
-Justo. Es muy probable.
Don Víctor, aturdido como solía, hablaba sin miedo de ser oído, sin ver al Magistral, que fingiendo leer un periódico y a ratos atender a Ripamilán, se esforzaba en no perder ni una palabra del diálogo del balcón.
-¿De modo... que el cambio de Anita se debe a... otra influencia?... ¿su pasión por el campo, por la alegría, por las distracciones se debe... a un nuevo influjo?
-Sí señor; es un aforismo médico: ubi irritatio ibi fluxus.
-¡Perfectamente! ¡Ubi irritatio... justo, ibi... fluxus! ¡Convencido! Pero aquí el nuevo influjo... ¿dónde está? Veo el otro, el clero, el jesuitismo... pero, ¿y este? ¿quién representa esta nueva influencia... esta nueva irritatio que pudiéramos decir?...
-Pues es bien claro. Nosotros. El nuevo régimen, la higiene, el Vivero... usted... yo... los alimentos sanos... la leche... el aire... el heno... el tufillo del establo... la brisa de la mañana... etc., etc.
-Basta, basta; comprendido... la higiene... la leche... el olor del ganado... ¡magnífico!... ¡De modo que Ana está salvada!
-Sí señor.
-¿Porque esta nueva exageración no puede llevarnos a nada malo?...
Benítez escupió un pedazo del puro, que había roto con los dientes, y contestó con la misma sonrisa de antes:
-A nada.
-¡Santa Bárbara! -gritó Quintanar cerrando los ojos y poniéndose en pie de un salto.
Y tras el relámpago, que le había deslumbrado, retumbó un trueno que hizo temblar las paredes. Cesaron todas las conversaciones, todos se pusieron en pie; Ripamilán y don Víctor estaban pálidos. Eran dos hombres valientes de veras que se echaban a temblar en cuanto sonaba un trueno.
Ripamilán, aunque algo sordo de algunos años acá, había oído perfectamente la descarga de las nubes y ya se sentía mal. No tenía bastante confianza para pedir un colchón con que taparse la cabeza, según acostumbraba hacer en su casa.
Todos los convidados, menos los dos miedosos, se acercaron a los balcones para ver llover. Caía el agua a torrentes. Allá al extremo de la huerta se veía a la Marquesa y a las señoras que la acompañaban refugiadas bajo la cúpula del Belvedere que dominaba el paisaje, en una esquina del predio, junto a la tapia.
-¿Y los chicos? -preguntó Ripamilán asustado, fingiendo temer por los demás.
Llamaba los chicos a los que habían salido al bosque.
-¡Es verdad! ¿Qué era de ellos? Hay que buscarlos... Se van a poner perdidos -exclamó Quintanar, acordándose de su mujer, lleno de remordimientos por no haberlo dicho antes.
El Magistral no pensaba en otra cosa, pero callaba. Estaba pasando un purgatorio y aquello era ya el colmo. «Los otros en el bosque... y el cielo cayendo a cántaros sobre ellos... ¡A qué cosas no estaría obligando la galantería de don Álvaro en aquel momento!».
-Es preciso ir a buscarlos -decía el gobernador.
-Hay que llevarles paraguas...
-Y el caso es que la Marquesa está sitiada por el chubasco allá abajo y no puede disponer...
-Y el Marqués está con sus curas en el palacio viejo y no puede venir y mandar...
Y se deliberó largamente qué se haría.
-Hay que salvar a los náufragos -dijo el Barón a guisa de chiste.
El Magistral, que había salido del salón, se presentó con dos paraguas grandes de aldea, verdes, de percal. Ofreció uno a don Víctor, diciendo:
-Vamos, Quintanar, usted que es cazador... y yo que también lo soy... ¡al monte! ¡al monte!
Y con los ojos, al decir esto, se lo comía, y le insultaba llamándole con las agujas de las pupilas idiota, Juan Lanas y cosas peores.
-¡Bravo, bravo! -gritaron aquellos señores, que aplaudían el heroísmo ajeno.
Un trueno formidable, simultáneo con el relámpago, estalló sobre la casa y puso pálidos a los más valientes.
-¡Vamos, vamos, pronto! -gritó el Magistral, cuya palidez no la causaba la tormenta. El trueno le sonaba a carcajadas de su mala suerte, a sarcasmos del diablo que se burlaba de él y de su miserable condición de clérigo.
-Pero... don Fermín -se atrevió a decir Quintanar- por lo mismo que soy cazador... conozco el peligro... El árbol atrae el rayo... Ahí arriba también hay laureles, el laurel llama la electricidad; ¡si fueran pinos menos mal! ¡pero el laurel!...
-¿Qué quiere usted decir? ¿Que los parta un rayo a los otros? No ve usted que con ellos está doña Ana...
-Sí, verdad es... pero ¿no podría ir Pepe con algún criado... con Anselmo...? Usted va a mojarse el balandrán... y la sotana...
-¡Al monte! ¡don Víctor, al monte! -rugió el Provisor.
Y la voz terrible fue apagada por un trueno más horrísono que los anteriores.
-Señores - dijo Ripamilán que estaba escondido en una alcoba-. No se apuren ustedes, los chicos deben de estar a techo.
-¿Cómo a techo?...
-Sí, Fermín, no se asuste usted. A techo... en la casa del leñador que usted no conoce; es una cabaña rústica, que el Marqués se hizo construir con cañas y césped allá arriba, en lo más espeso del monte...
El Magistral no quiso oír más. Salió con un paraguas bajo el brazo y dejó caer el otro a los pies de don Víctor.
El cual recogió el arma defensiva, que llamó escudo para sus adentros, y siguió sin chistar «al loco del Magistral», sin explicarse por qué se empeñaba en que fueran ellos a buscar a la Regenta y no los criados.
Tampoco los señores del salón comprendían aquello; y sonreían con discreta y apenas dibujada malicia al decir que era un misterio la conducta del Magistral.
-Tenía razón don Víctor -advirtió el barón- ¿por qué no habían de haber ido los criados?
-Además -dijo el gobernador- eso parece una lección a todos nosotros, especialmente a usted que tiene por allá a su hija...
El trueno que estalló en aquel instante se le antojó a Ripamilán que había metido cien rayos en la casa.
El miedo ya era general.
-Ea, ea, señores -dijo el Arcipreste desde la alcoba- a rezar tocan; yo voy a rezar con permiso de ustedes... In nomine Patris...
-¿Adónde van ustedes? -gritaba la Marquesa desde el Belvedere al Magistral y a don Víctor que uno tras otro, a veinte pasos de distancia, corrían por el bosque, calados ya hasta los huesos, chorreando el agua por todos los pliegues de la ropa y por las alas del sombrero.
-¡Al infierno! ¡qué sé yo dónde me lleva este hombre! contestó don Víctor sin dar muchas voces, furioso, empeñado en abrir el paraguas que tropezaba con las ramas y se enredaba en las zarzas.
La Marquesa continuaba vociferando, y hablaba por señas, pero don Víctor ya no la entendía y don Fermín ni la oía siquiera.
-Pero aguarde usted, santo varón; espere usted, ¡deliberemos; formemos un plan!... ¿a dónde me lleva usted?
Por lo visto tampoco oía a Quintanar aquel santo varón, porque continuaba subiendo a paso largo, sin mirar hacia atrás un momento.
De rama a rama, de tronco a tronco, en todas direcciones subían y bajaban hilos de araña que se le metían por ojos y boca al ex-regente, que escupía y se sacudía las telas sutilísimas con asco y rabia.
-¡Esto es un telar! -gritaba, y se envolvía en los hilos como si fueran cables, procuraba evitarlos y tropezaba, resbalaba y caía de hinojos, blasfemando, contra su costumbre.
-También es ocurrencia de chicos venir al monte a divertirse... Si no hay más que arañas y espinas... Don Fermín, espere usted por las once mil... de a caballo, que yo me pierdo y me caigo.
Un trueno le contestó y le hizo arrodillarse con el susto.
No osó blasfemar otra vez.
-¡Don Fermín! ¡don Fermín! ¡espere usted en nombre de la humanidad!
De Pas se detuvo, se volvió, le miró desde arriba con lástima y disimulando la ira, y le dijo lo menos malo de cuanto se le ocurría:
-Parece mentira que sea usted cazador.
-Soy cazador en seco, compadre, pero esto es el diluvio, y un bombardeo... y las arañas se me meten en el estómago... y sobre todo a mí me gustan las acciones heroicas que tienen alguna utilidad. Nisi utile est id quod facimus, stulta est gloria ha dicho Baglivio. ¿A dónde vamos nosotros, a ver, dígalo usted si lo sabe?
-A buscar a doña Ana que estará... poniéndose perdida...
-¡Quiá perdida! ¿Cree usted que son tontos? De fijo están a techo... ¿Cree usted que han de estar papando... arañas y nadando como nosotros? ¿Además no tienen pies para volverse a casa? ¿No saben el camino? Dirá usted que les llevamos paraguas; ¿y para qué sirven los paraguas?
El Magistral se puso colorado. En efecto, los paraguas no servían de nada en el bosque.
-Haga usted lo que quiera -dijo- yo sigo.
-Eso es darme una lección -replicó don Víctor algo picado y continuando también la ascensión penosa.
-No señor.
-Sí señor; eso... es ser más papista que el Papa. Me parece a mí que mi mujer me importa más a mí que a nadie... Y usted dispense este lenguaje... pero, francamente, esto ha sido una quijotada.
Quintanar comprendió que aquello era una insolencia, pero estaba furioso y no quiso recogerla.
El primer impulso de don Fermín fue descargar el puño del paraguas sobre la cabeza de aquel hombre que se le antojaba idiota en aquella ocasión; pero se contuvo por multitud de consideraciones... y continuó subiendo en silencio.
A lo que iba, iba; todos aquellos insultos le sonaban como le sonarían a un náufrago los que le arrojasen desde tierra... Dos ideas llevaba clavadas en el cerebro con clavos de fuego: Ubi irritatio ibi fluxus decía una; y la otra: ¡estarán en la casa del leñador! No creía el Provisor en una Providencia que aprovecha juegos de la suerte, combinaciones de teatro para dar lecciones, pero supersticiosamente enlazaba el recuerdo de la mañana, de su paseo y conversación con Petra, con las escenas también campestres en que temía groseramente ver enredada a la Regenta.
«¡Ubi irritatio ibi fluxus!» iba pensando; es verdad, es verdad... he estado ciego... la mujer siempre es mujer, la más pura... es mujer... y yo fuí un majadero desde el primer día... Y ahora es tarde... y la perdí por completo. Y ese infame...
Echó a correr monte arriba.
«¡Pero ese hombre está loco!», pensaba Quintanar, que le seguía jadeante, con un palmo de lengua colgando y a veinte pasos otra vez.
El Magistral procuraba orientarse, recordar por dónde había bajado pocas horas antes de la casa del leñador. Se perdía, confundía las señales, iba y venía... y don Víctor detrás, librándose de las arañas como de leones, de sus hilos como de cadenas.
«Lo mejor es subir por la máxima pendiente, ello está hacia lo más alto... pero arriba hay meseta, vaya usted a buscar...».
Se detuvo. Como si nada hubiera dicho don Víctor, con cara amable y voz dulce y suplicante advirtió:
-Señor Quintanar, si queremos dar con ellos tenemos que separarnos; hágame usted el favor de subir por ahí, por la derecha...
Don Víctor se negó, pero el Magistral insistiendo, y con alusiones embozadas al miedo positivo de su compañero, logró picar otra vez su amor propio y le obligó a torcer por la derecha.
Entonces, en cuanto se vio solo, De Pas subió corriendo cuanto podía, tropezando con troncos y zarzas, ramas caídas y ramas pendientes... Iba ciego; le daba el corazón, que reventaba de celos, de cólera, que iba a sorprender a don Álvaro y a la Regenta en coloquio amoroso cuando menos. «¿Por qué? ¿No era lo probable que estuvieran con ellos Paco, Joaquín, Visita, Obdulia y los demás que habían subido al bosque?». No, no, gritaba el presentimiento. Y razonaba diciendo: don Álvaro sabe mucho de estas aventuras, ya habrá él aprovechado la ocasión, ya se habrá dado trazas para quedarse a solas con ella. Paco y Joaquín no habrán puesto obstáculos, habrán procurado lo mismo para quedarse con Obdulia y Edelmira respectivamente. Visitación los habrá ayudado. Bermúdez es un idiota... de fijo están solos. Y vuelta a correr cuanto podía, tropezando sin cesar, arrastrando con dificultad el balandrán empapado que pesaba arrobas, la sotana desgarrada a trechos y cubierta de lodo y telarañas mojadas. También él llevaba la boca y los ojos envueltos en hilos pegajosos, tenues, entremetidos.
Llegó a lo más alto, a lo más espeso. Los truenos, todavía formidables, retumbaban ya más lejos. Se había equivocado, no estaba hacia aquel lado la cabaña. Siguió hacia la derecha, separando con dificultad las espinas de cien plantas ariscas, que le cerraban el paso. Al fin vio entre las ramas la caseta rústica... Alguien se movía dentro... Corrió como un loco, sin saber lo que iba a hacer si encontraba allí lo que esperaba..., dispuesto a matar si era preciso... ciego...
-¡Jinojo! que me ha dado usted un susto... -gritó don Víctor, que descansaba allí dentro, sobre un banco rústico, mientras retorcía con fuerza el sombrero flexible que chorreaba una catarata de agua clara.
-¡No están! -dijo el Magistral sin pensar en la sospecha que podían despertar su aspecto, su conducta, su voz trémula, todo lo que delataba a voces su pasión, sus celos, su indignación de marido ultrajado, absurda en él.
Pero don Víctor también estaba preocupado. No le faltaba motivo.
-Mire usted lo que me encontrado aquí -dijo y sacó del bolsillo, entre dos dedos, una liga de seda roja con hebilla de plata.
-¿Qué es eso? -preguntó De Pas, sin poder ocultar su ansiedad.
-¡Una liga de mi mujer! -contestó aquel marido tranquilo como tal, pero sorprendido con el hallazgo por lo raro.
-¡Una liga de su mujer!
El Magistral abrió la boca estupefacto, admirando la estupidez de aquel hombre que aún no sospechaba nada.
-Es decir -continuó Quintanar- una liga que fue de mi mujer, pero que me consta que ya no es suya... Sé que no le sirven... desde que ha engordado con los aires de la aldea... con la leche... etc., y que se las ha regalado a su doncella... a Petra. De modo que esta liga... es de Petra. Petra ha estado aquí. Esto es lo que me preocupa... ¿A qué ha venido Petra aquí... a perder las ligas? Por esto estoy preocupado, y he creído oportuno dar a usted estas explicaciones... Al fin es de mi casa, está a mi servicio y me importa su honra... Y estoy seguro, esta liga es de Petra.
Don Fermín estaba rojo de vergüenza, lo sentía él. Todo aquello, que había podido ser trágico, se había convertido en una aventura cómica, ridícula, y el remordimiento de lo grotesco empezó a pincharle el cerebro con botonazos de jaqueca... Por fortuna don Víctor, según observó también De Pas, no estaba para atender a la vergüenza de los demás, pensaba en la suya; se había puesto también muy colorado. Comprendió el Magistral por qué torcidos senderos conocía el ex-regente las ligas de su mujer.
También Quintanar tenía, además de vergüenza, celos.
No podía saber De Pas hasta qué punto había llegado la debilidad de don Víctor, que se decía a sí mismo: «Probablemente este clérigo, malicioso como todos, estará sospechando... lo que no ha habido».
Lo cierto era que don Víctor, al cabo, había cedido hasta cierto punto a las insinuaciones de Petra.
Pero acordándose de lo que debía a su esposa, de lo que se debía a sí mismo, de lo que debía a sus años, y de otra porción de deudas, y sobre todo, por fatalidad de su destino que nunca le había permitido llevar a término natural cierta clase de empresas, era lo cierto que había retrocedido en aquel camino de perdición desde el día en que una tentativa de seducción se le frustró, por fingido pudor de la criada. «No había, en suma, llegado a ser dueño de los encantos de su doncella, pero en aquellos primeros y últimos escarceos amorosos había podido adquirir la convicción de que la Regenta le había regalado a Petra unas ligas que el amante esposo le había regalado a ella».
«¿Por qué se le había ido la lengua delante del Magistral?».
«No podía explicárselo, los celos, si así podían llamarse, le habían hecho hablar alto. Por lo demás, él despreciaba a la rubia lúbrica en el fondo del alma... y sólo en un momento de exaltación... de la mente, había podido...».
La tempestad ya estaba lejos... los árboles continuaban chorreando el agua de las nubes, pero el cielo empezaba a llenarse de azul.
Por decir algo, don Víctor dijo:
-Verá usted como esto repite a la noche... Por allá abajo viene otro mal semblante... mire usted por entre aquellas ramas...
Vamos a bajar antes que vuelva el agua -advirtió De Pas, que hubiera querido estar cinco estados bajo tierra.
Los dos se tenían miedo.
Los dos bajaron silenciosos, pensando en la liga de Petra.
Antes de llegar a la huerta se encontraron con Pepe el casero que los llamó de lejos, entre los árboles.
-Don Víctor, don Víctor... eh, don Víctor... por aquí.
-¿Qué pasa? ¿Han parecido? ¿Alguna desgracia?
-¿Qué desgracia? no señor, que los señoritos y las señoritas ya estaban en casa muy tranquilos cuando ustedes estarían llegando a mitad del monte... apenas se han mojado... Yo salí, por orden de la señora Marquesa, en su busca apenas comenzó a llover... Fui con el carro y el toldo encerado a la calleja de Arreo donde sabía yo que el señorito Paco había de parecer, porque aquel es el camino más corto y la casa de Chinto está allí, a los cuatro pasos... En casa de Chinto estaban todas las señoritas, que no se habían mojado apenas... porque en el monte cuando empieza el chaparrón se está como a techo... De modo que todos están en casa muertos de risa, menos la señora doña Anita que teme por usted y... por este señor cura...
-¿Pero y la señora Marquesa cómo no nos advirtió?...
-Pues si dice que le llamaba a usted a voces y que usted no hacía caso, y que ella le decía que ya había salido el carro...
Y Pepe se reía a carcajadas.
-No ha sido mala broma, je, je... Probecicos y da lástima verles... sobre todo este señor cura está hecho un eciomo, perdonando la comparanza, es una sopa... Anda, anda, y cómo se le ha ponío too el melindrán este... y la sotana parece un charco...
Tenía razón Pepe. De Pas y don Víctor se miraban y se encontraban aspecto de náufragos.
-Anden, anden, ángeles de Dios, que la mojadura puede llegar a los huesos y darles un romantismo...
-Ya ha llegado, Pepe, ya ha llegado.
-La señorita Ana ya tié preparada ropa caliente pa usté y creo que no falta pa este señor cura: y si no, yo tengo una camisa fina que podría ponérsela una princesa...
El Magistral en vez de entrar en la huerta por el postigo por donde habían salido, dio vuelta a la muralla y entró en las cocheras, de donde hizo sacar su miserable berlina de alquiler.
Don Víctor no le vio siquiera separarse de él. Tan absorto iba.
Encontró el Magistral al Marqués que no quería dejarle marchar en aquel estado...
-Pero si va usted a coger una pulmonía... Múdese usted... Ahí habrá ropa...
No hubo modo de convencerle.
-Despídame usted de la Marquesa. En una carrera estoy en mi casa...
Y dejó el Vivero, no tan a escape como él hubiera querido, sino a un trote falso que poco a poco se fue convirtiendo en un paso menos que regular.
-Pero, hombre, castigue usted a ese animal -gritaba don Fermín al cochero-. Mire usted que voy calado hasta los huesos... y quiero llegar pronto a mi casa.
El cochero, ante la perspectiva de una propina, descargó dos tremendos latigazos sobre los lomos del rocín, que vino a pagar así la ira concentrada por tantas horas en el pecho del Provisor. Aquellos latigazos los hubiera descargado el canónigo de buen grado sobre el rostro de Mesía.
Cuando el miserable y desvencijado vehículo llegaba a las primeras casas de los arrabales de Vetusta, obscurecía. La noche, según había anunciado don Víctor, amenazaba con nueva tormenta. Todo el cielo se cubría de nubes pardas que se ennegrecían poco a poco. Ya se veían relámpagos extensos en el horizonte por Norte y Oeste, y de tarde en tarde zumbaba rodando un trueno allá muy lejos.
Don Fermín llevaba el alma sofocada de hastío, de desprecio de sí mismo. ¡Qué jornada! pensaba, ¡qué jornada! No le quedaba ni el consuelo de compadecerse; merecido tenía todo aquello; el mundo era como el confesionario lo mostraba, un montón de basura; las pasiones nobles, grandes, sueños, aprensiones, hipocresía del vicio... Buena prueba era él mismo, que a pesar de sentirse enamorado por modo angélico, caía una y otra vez en groseras aventuras, y satisfacía como un miserable los apetitos más bajos. Y al fin Teresina... era de su casa, pero Petra era de la otra, de Ana. Ya no se disculpaba con los sofismas del maquiavelismo, de la conveniencia de tener de su parte a la criada. «Con unas cuantas monedas de oro hubiera conseguido lo mismo». «¿Y don Víctor? Otro miserable y además un estúpido que merecía cuanto mal le viniera encima, como él, como Ana lo merecían también, como lo merecía el mundo entero que era un lodazal... ¡Oh, aquellos relámpagos debían quemar el mundo entero si se quería hacer justicia de una vez!».
Lo que más le irritaba era que su conciencia le envolvía a él también en el general desprecio... «Todo era pequeño, asqueroso, bajo... y él como todo».
«¿Y lo que había dicho el médico? Ubi irritatio... es decir que Ana caería en brazos de don Álvaro... ¡que era fatal aquella caída!... Y tanto misticismo, y tanto hermano mayor del alma... ¿para qué había servido? Farsa, hipocresía, hipocresía inconsciente, como la propia, como la del universo entero...».
El Magistral daba diente con diente. El frío le hizo pensar en la ropa, la ropa en su madre.
«Esta es otra. ¿Qué va a decir al verme entrar así? Tendré que inventar una mentira. ¡Bah! una más, ¿qué importa?... Y los otros allá... a sus anchas... Podrán, si quieren, cometer sus torpezas delante del mismo idiota del marido... Oh, ¿quién es aquí el marido? ¿Quién es aquí el ofendido? ¡Yo, yo! que siento la ofensa, que la preveo, que la huelo en el aire... no él que no la ve aun puesta delante de los ojos...».
Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, a todo correr, volver furioso al Vivero a sorprender «lo que el presentimiento le daba por seguro, lo que no había pasado tal vez en el bosque, pero lo que estaría pasando en la casa... entre aquellos borrachos disimulados y aquellas damas lascivas, locas y encubridoras...».
Un trueno que retumbó sobre Vetusta sirvió de acompañamiento a la cólera del canónigo.
-«¡Eso! ¡eso! -rugió mientras abría la portezuela y se apeaba frente a su casa-. ¡Esto sólo se arregla con rayos!».
Y entró en su casa después de pagar al cochero.
Los rayos que quería le esperaban arriba dispuestos a estallar sobre su cabeza.
Cuando se acostó aquella noche, pensaba que en su vida había tenido tan formidable reyerta con su señora madre, ni había visto jamás a doña Paula ostentar mayores parches de sebo en las sienes.
Y al dormirse, la última idea que le perseguía, la que más le atormentaba con sus punzadas, era la del ridículo.
«¡Qué aventuras tan grotescas... qué horrorosa ironía de lo cómico durante todo el día! Y... la culpa de todo la tenía la odiosa, la repugnante sotana...».
Los últimos pensamientos del Magistral fueron maldiciones. Pero a pesar de todo durmió, rendido por tanta fatiga.
Allá en el Vivero los convidados habían puesto a mal tiempo buena cara, y mientras en el palacio viejo los curas rurales, el Marqués, y algunos otros señores de Vetusta jugaban al tresillo a primera hora y más tarde al monte, que llamaba el clero del campo la santina, en la casa nueva todas las damas y los caballeros que habían querido correr por los prados en la romería, procuraban divertirse como podían y se bailaba, se tocaba el piano, se cantaba y se jugaba al escondite por toda la casa. Ya se sabía que al Vivero no se iba a otra cosa. Visitación, Obdulia y Edelmira también, eran las que conocían mejor los lugares más escondidos, dónde había puertas de escape, y todo lo que exigían aquellos juegos infantiles a que se entregaban, sin pensar en los muchos años que tenían varias de aquellas personas tan alegres.
A don Víctor se le recibió en triunfo; triunfo burlesco. Algunos, Visita y Paco entre ellos, querían coronarlo, pero él prefirió correr a su cuarto para mudarse de pies a cabeza.
Entró con él la Regenta para ayudarle.
-¿Y don Fermín? -preguntó.
-Tu don Fermín es un botarate, hija mía, y perdona -contestó Quintanar de mal humor, mientras se mudaba los calcetines.
Y refirió a su mujer todo lo que les había sucedido, menos el hallazgo de la liga.
Ana convino en que De Pas había llevado la galantería a un extremo ridículo, sobre todo ridículo, en un sacerdote.
-¿A quién le importará más mi mujer, a él o a mí? -repetía a cada instante el marido, como supremo argumento contra el Magistral.
«Sí, pensaba Ana, tiene razón don Álvaro, ese hombre... tiene celos, celos de amante... y lo que ha hecho hoy ha sido una imprudencia... Debo huir de él, tiene razón Álvaro».
Mesía y Paco, en los días anteriores, habían venido varias veces al Vivero, a caballo; Mesía había encontrado a la Regenta expansiva, alegre, confiada: y sin hablar palabra de amor pudo conseguir que ella escuchase consejos que él juraba higiénicos principalmente.
«El misticismo era una exaltación nerviosa».
En eso estaba Ana también, asustada todavía con los recuerdos de sus aprensiones.
«Además, el Magistral no era un místico; lo menos malo que se podía pensar de él era que se proponía ganar a las señoras de categoría para adquirir más y más influencia».
Cuando don Álvaro se atrevió a decir esto, ya sus confidencias habían sido muy íntimas.
De amor no se hablaba; Mesía, aunque con trabajo, respetaba a la Regenta hasta el punto de no tocarle al pelo de la ropa. Ella se lo agradecía y, como en tiempo antiguo, procuraba aturdirse, no pensar en los peligros de aquella amistad; y lo conseguía mejor que antes.
«Mi salud, pensaba, exige que yo sea como todas: basta para siempre de cavilaciones y propósitos quijotescos y excesivos: quiero paz, quiero calma... seré como todas. Mi honor no padecerá... pero los escrúpulos me volverían a la locura, a las aprensiones horrorosas...».
Y temblaba recordando las tristezas y los terrores pasados.
La pasión, menos vocinglera que antes, subrepticia, seguía minando el terreno, y a los pocos latidos de la conciencia contestaba con sofismas.
Cuando Quintanar refirió los pasos imprudentes del Magistral, Ana sintió por un momento algo de odio. «¿Cómo? ¿Su mismo confesor la comprometía? Si Víctor fuera otro, ¿no podría haber sospechado o de don Álvaro o del canónigo mismo? ¿Pues no estaba bien claro que todo aquello eran celos? ¡No faltaba más! ¡qué horror! ¡qué asco! ¡amores con un clérigo!».
Y ahora sí que la imagen de don Álvaro se le presentaba risueña, elegante, fresca y viva. «Al fin aquello estaba dentro de las leyes naturales y sociales... a lo menos era cosa menos repugnante... menos ridícula; no, lo que es ridículo, nada... ¡pero un canónigo!...».
Y le parecía que el pecado de querer a un Mesía era ya poco menos que nada, sobre todo si servía para huir de los amores de un Magistral... «¿Pero qué se habría figurado aquel señor cura?».
No se acordaba la Regenta ahora de aquello del «hermano mayor del alma», ni de la leña que ella, sin mala intención, sin asomo de coquetería, había arrojado al fuego de que ahora se avergonzaba. La pasión, que ahora halagaba con su nueva vida, vencedora, próxima a estallar, le sugería sofisma tras sofisma para encontrar repugnante, odiosa, criminal la conducta del Provisor, y noble y caballeresca la de Mesía.
El cual, aquella misma mañana en el pozo lleno de yerba, antes en el patio de la iglesia, por las callejas, cuando venían detrás del tambor y de la gaita, en el bosque, después en el carro de Pepe, donde venían juntos, casi sentada ella encima de él, sin poder remediarlo, más tarde en el salón, en todas partes y en todo el día le había estado dejando ver que la adoraba, «pero no se lo había dicho, por respeto... a fuerza de quererla tanto».
Y comparando proceder con proceder, Anita encontraba abominable el del clérigo.
Y le faltó tiempo para decírselo a don Álvaro.
En tono confidencial, que al lechuguino le supo a gloria, le fue diciendo, cuando pudo hablarle sin que los oyeran:
-¿Qué le parece a usted la conducta del Magistral?
¿Que le había de parecer a don Álvaro? ¡Abominable! ¿Pues qué era lo que él, don Álvaro, tenía dicho? Que no había que fiarse del Provisor, etc., etc.
-«Sí, Ana, está enamorado de usted, loco, loco... eso se lo conocí yo hace mucho tiempo... porque... porque...».
Y Álvaro sonreía de un modo que lo decía todo perfectamente, y hasta con acompañamiento de una música dulcísima que la Regenta creía oír dentro de sus entrañas; una música que le salía de los ojos y de la boca... «¡qué sabía ella! pero aquello era una delicia mucho más fuerte que todas las del misticismo».
Cuando hablaban así, como otros dos hermanos del alma, empezaba la noche, retumbaban los truenos lejanos y vibraban en el cielo los relámpagos que a don Fermín le sorprendieron al entrar en Vetusta. Ana y Mesía estaban solos apoyados en el antepecho de la galería del primer piso, en una esquina de aquel corredor de cristales que daba vuelta a toda la casa. La mayor parte de los convidados abajo, en el salón, se preparaban a volver a Vetusta, otros preferían aceptar la hospitalidad que los Marqueses les ofrecían en el Vivero por aquella noche. Todo era abajo ruido, movimiento, órdenes confusas, broma, vacilaciones, unos que se quedaban y de repente preferían emprender el viaje, otros que se preparaban a ocupar un asiento en un coche y volvían a la casa prefiriendo «dormir en el suelo aunque fuera». Ripamilán desde luego aceptó la cama que le ofreció la Marquesa «para él solo».
-Vuelve la tormenta y yo no quiero bromas con la electricidad; me consta que la carrera de un coche atrae el rayo... Me quedo, me quedo.
Las baronesas prefirieron desafiar la tempestad. El Barón quería más quedarse, pero tuvo que seguirlas. También se metió en el coche el gobernador, pero su esposa se quedó con los Marqueses. Bermúdez volvió a Vetusta; Visitación, Obdulia, Edelmira, Paco y Mesía se quedaban.
Mientras abajo se trataban a gritos y con idas y venidas tan arduas materias, Edelmira, Obdulia, Visita, Paco y Joaquín corrían como locos por el corredor del primer piso. Visitación estaba un poco borracha, no tanto por lo que había bebido como por lo que había alborotado; Obdulia decía que tenía un clavo en la sien: había bebido mucho más, pero el torbellino del baile, las emociones fuertes del escondite la mantenían en pie firme de puro excitada. Edelmira, maestra ya en el arte de divertirse al estilo de la casa de sus tíos, estaba como una amapola y reía y gozaba con estrépito; su alegría era comunicativa y simpática. Paco la pellizcaba sin compasión y ella despedazaba los brazos de Paco; Joaquín Orgaz, que había conseguido aquella tarde algunas ventajas positivas en el amor siempre efímero de Obdulia, pellizcaba también; y había carreras, tropezones, voces, aprietos, saltos, sustos, sorpresas. Ahora, mientras Ana y Álvaro hablaban asomados a la galería, sin miedo al agua que les salpicaba el rostro ni a los relámpagos que rasgaban el horizonte negro enfrente de sus ojos, los demás, en la obscuridad del corredor estrecho jugaban a un juego de niños que se llamaba en Vetusta el cachipote, y que consiste en esconder un pañuelo convertido en látigo y buscarlo por las señas conocidas de: frío y caliente. El que lo encuentra corre detrás de los otros a latigazos hasta llegar a la madre. Este juego inocente daba ocasión a multitud de sabrosos incidentes entre aquellos jugadores todos malicia. A menudo dos manos, una de hembra y otra de varón, buscaban en el mismo agujero el cachipote; los que corrían se atropellaban, y la verdad histórica exige que se declare, por más que parezca inverosímil, que muy a menudo aquellos chicos que corrían como locos todos juntos por la estrecha galería, huyendo del látigo, caían al suelo en confuso montón, mientras el zurriago les medía las espaldas.
Y mientras abajo sonaba el ruido confuso y gárrulo de las despedidas y preparativos de marcha, y detrás el estrépito de los que corrían en la galería, y allá en el cielo, de tarde en tarde, el bramido del trueno, la Regenta, sin notar las gotas de agua en el rostro, o encontrando deliciosa aquella frescura, oía por la primera vez de su vida una declaración de amor apasionada pero respetuosa, discreta, toda idealismo, llena de salvedades y eufemismos que las circunstancias y el estado de Ana exigían, con lo cual crecía su encanto, irresistible para aquella mujer que sentía las emociones de los quince años al frisar con los treinta.
No tenía valor, ni aun deseo de mandar a don Álvaro que se callase, que se reportase, que mirase quién era ella. «Bastante lo miraba, bastante se contenía para lo mucho que aseguraba sentir y sentiría de fijo».
«No, no, que no calle, que hable toda la vida», decía el alma entera. Y Ana, encendida la mejilla, cerca de la cual hablaba el presidente del Casino, no pensaba en tal instante ni en que ella era casada, ni en que había sido mística, ni siquiera en que había maridos y Magistrales en el mundo. Se sentía caer en un abismo de flores. Aquello era caer, sí, pero caer al cielo.

Propuesta de Actividades:

  1. ¿Cómo se explica el doctor Benítez los males que aquejan a la Regenta?
  2. El aforismo latino Ubi irritatio ibi fluxus significa "Allí donde hay una irritación -en el sentido de transformación-, es porque hay un influjo que la está produciendo". ¿Qué quiere decir el médico con esto?
  3. ¿Por qué decide el Magistral ir a buscar a la Regenta cuando estalla la tormenta?
  4. ¿Por qué crees que algunos de los personajes tienen tanto miedo de la tormenta?
  5. ¿Adónde se dirigen los personajes al subir al monte?, ¿Qué encuentran allí? ¿Cómo reaccionan los personajes al encontrar allí ese objeto? ¿Por qué?
  6. ¿Dónde resulta que estaban la Regenta, Mesía y los demás?
  7. ¿Qué particularidades tiene el habla de Pepe?
  8. ¿Por qué vuelve tan apresuradamente el Magistral a Vetusta? Resume sus pensamientos.
  9. ¿Cómo es el ambiente general en el Vivero?
  10. ¿Qué piensa la Regenta del Magistral después de que su marido le cuente lo que ha pasado en el monte?
  11. ¿Cómo es desde entonces su actitud hacia Mesía?
  12. ¿Qué hacen los personajes al final del día? ¿Y la Regenta y Mesía?

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Una reflexión final.

Las actividades de este blog pueden considerarse un tipo de guía de lectura de la novela, pero teniendo en cuenta en todo momento las relaciones entre literatura y cine. Para ello he tratado de abarcar toda la obra analizando los pasajes que considero más significativos en cuanto al triángulo amoroso que se forma en torno a la Regenta, el Magistral y Mesía. No obstante, hay que decir que no le hago justicia a la novela porque se han dejado innumerables elementos sin analizar: algunos personajes tan significativos para la trama como la criada de los Quintanar, Petra, o el fiel amigo de don Víctor, Frígilis; o los numerosísimos personajes secundarios que representan a la sociedad de Vetusta y sus ambientes, los religiosos, el Casino o el pueblo llano. También se ha pasado por alto la lectura metaliteraria de la obra en lo que respecta al quijotismo de Quintanar y su dimensión como personaje del teatro barroco y, en fin, numerosísimos elementos diseminados a lo largo de tan rica y extensa novela, con más de quinientas páginas. No en vano, para gran parte de la crítica, la Regenta es la mejor novela en lengua castellana del siglo XIX. En todo caso el objetivo principal de este blog era estimular en los estudiantes el gusto por la lectura y por la literatura. Así sea.

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Profesor de Lengua y Literatura en el IES Lope de Vega, Madrid.